No sé cómo, ni cuándo fue que me quedé profundamente
dormido. Pero lo cierto es que en mis sueños, me veía caminando como entre
nubes, por veredas limpias y calles sin baches que parecían mesas de billar.
Sentí en esos momentos un irrefrenable impulso de ir hasta cualquier parada y
tomar el primer ómnibus que pasara y recorrer y recorrer.
Al rato, apareció un vehículo de dos pisos, que decía
“Ciudad del Este-Franco-Hernandarias” con un cartelito que rezaba “Servicio
Normal”. Ascendí y una amable azafata me dio una tarjeta magnética, asegurando
que me serviría por 30 días. Tomé asiento en una confortable butaca, del lado
de la ventanilla y junto a un eventual compañero de viaje.
A medida que devoraba el camino, notaba grandes cambios
en la ciudad, de las cuales no me acordaba haber sido testigo. Por ejemplo, no
recodaba en qué momento se habían hecho cloacas y tal cantidad de bocas para
incendio. Los parques que íbamos pasando estaban muy bien cuidados y al parecer
la gente había perdido esa horrible costumbre de tirar desperdicios al suelo y
las llevaba directamente a cualquiera de los centenares de basureros esparcidos
por la ciudad, que tampoco ya eran robados o destruidos.
Tras una breve consulta a mi ocasional vecino de asiento,
las parejitas dejaron de romper las lámparas de las plazas y desaparecido los
peajeros de ellas. No sé porqué y nuevamente tuve el deseo imperioso de
descender del ómnibus y así lo hice. Siguiendo a mi instinto, bajé frente al
Centro de Salud de Ciudad del Este.
Me llamó poderosamente la atención la belleza de su
parque y la seguridad imperante dentro y fuera del edificio. La limpieza era
notable y los azulejos de los baños brillaban, ni que hablar de la amabilidad
de sus recepcionistas. Sobraban insumos de cualquier tipo y los encargados de
la cocina se sentían avergonzados si alguna visita le traía comida a algún
pariente.
El servicio de terapia intensiva había dejado de
funcionar debido a las campañas de concientización hacia los jóvenes, que se
habían vuelto más prudentes tanto con sus motos como con los automóviles. Según
escuché por los pasillos, ya nadie frecuentaba las clínicas privadas, debido a
la competencia hecha por sus equivalentes estatales. Sentí deseos de buscar mi
billetera y no la encontré. Necesitaba imperiosamente mis documentos y el
dinero por supuesto.
Me dirigí a la comisaría más cercana. Ahí fui atendido
por un oficial de guardia, que me hizo sentar en una sala de espera, a la cual
llegó, luego de unos breves instantes, una agente, ofreciéndome té, café, mate
o tereré, según lo deseara. Siete escribientes estaban tomando el relato de los
distintos hechos, la mayoría sin importancia, en computadoras de última
generación.
Casi no se había concluido mi declaración, cuando vi
aparecer a la azafata del ómnibus trayendo en sus manos, la billetera. Estaba
todo intacto, el dinero, los documentos y las fotos de la zona primaria sin
mesiteros, ni mototaxis, ni kombis, en una palabra todo despejado y armonioso.
Les pedí disculpas por el tiempo perdido, a lo que el oficial
me respondió que sólo estaban para servir, al fin y al cabo eran los
contribuyentes los que pagaban el sueldo. Sólo tuve que pensar y de repente me
transporté a la aduana. Ningún funcionario pidiendo coima para dejar entrar una
carreta de azúcar o tal vez pollos refrigerados. No había marineros protegiendo
el contrabando. “Bienvenido al país de los amigos” rezaba un gran cartel de
neón justo en la cabecera del puente, lado paraguayo.
Me fui caminando hasta Oasis y todo lucía a las mil
maravillas. Los orejones de teléfono estaban impecablemente instalados, tres
por cuadra. No se veía más seguridad privada, caminando de un lado para otro,
con sus escopetas calibre 12, simplemente porque todos los “caballos locos” y
asaltantes varios, estaban ocupados en sus nuevos puestos, en las distintas
fábricas de informática que se habían instalado en la zona.
Las escuelas y colegios se habían transformado en centros
educativos integrales, en donde sí daba gusto enseñar y también aprender. No
faltaban materiales, los profesores ganaban razonablemente y ya no tenían que
poner dinero de su bolsillo para algunos gastos. Casi habían desaparecido las
escuelas y universidades privadas. No podían competir con el presupuesto que
invertía el estado nacional. El nivel económico de la población se había
elevado y ya tenía muy cerca los índices de PBI de Europa y EEUU.
La bonanza se había instalado en Paraguay, fruto de
nuevos dirigentes que habían aprendido todas las estupideces cometidas por
aquella raza de bandidos disfrazados de políticos que fueron desterrados por
fin, para siempre. En eso, tuve un escalofrío que me sobresaltó y desperté. Di
un salto, ya había amanecido. Miré por la ventana y nuevamente noté que la
basura aún seguía allí. ¡Que pena!, había sido sólo un sueño, cómo me hubiera
gustado que todo fuera verdad. Soñar no cuesta nada, despertar con esta
realidad nuestra de cada día, es lo triste.
Publicado por Riste
EXTRAIDO DEL BLOG DE RICARDO STEIMBERG
Muchísimas gracias Don Frontera por acordarse de mi, y he quedado realmente sorprendido por lo remozado que ha quedado dicho comentario. Si me gustaría que todo esas visiones oníricas se cumplieran y tuvieramos una Ciudad del Este como la gente. No pierdo las esperanzas, tal vez no esté tan lejos como parece. Solo es una cuestión de fe. Siga con sus exitos y una gran abrazo.
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